lunes, 1 de abril de 2024

El misterio de la luz

Recién aterrizado en Madrid, a mi regreso de Roma, escribo unas últimas líneas sobre mi estancia en la ciudad eterna. Mi madre ha venido a pasar unos días conmigo y, ya en el avión de vuelta, nos han tocado asientos separados. Cuando el avión despegaba del aeropuerto de Fiumicino se me ha ocurrido rezar el rosario, uno muy colorido que mi amigo Miguel me trajo de Medjugorje, y al tiempo me he quedado completamente noqueado. Poco después, estando todavía somnoliento, la señora que tenía a mi izquierda me ha preguntado cuál era el motivo de mi estancia en Roma, y me ha dicho que le había llamado la atención verme rezar el rosario. A continuación ha ocurrido algo bastante alucinante, difícil de resumir: ella y su marido me han contado que hace años un hijo suyo activó una máquina Polaroid, sin abrir el objetivo, en un viaje que hicieron a Fátima, y de la máquina salió una fotografía donde aparecía la Virgen María. Así, tal cual. Yo me he quedado ojiplático, y ellos me han seguido contando que han viajado varias veces al Vaticano, y que se reunieron con Ratzinger cuando era cardenal, y más tarde cuando era Papa, y luego con Francisco. Todo esto enseñándome fotos de los encuentros con los susodichos. Además, en la fotografía milagrosa, la Virgen aparecía iluminada por un fuerte resplandor. "Nos dedicamos a hablar sobre el misterio de la luz", me han dicho. Luego hemos seguido hablando de otras cosas, y al aterrizar nos hemos despedido.

El tramonto desde Trinità dei Monti. Foto de Marcial Núñez.

Todo esto me ha dejado pensativo, y, sobre todo, me ha golpeado la referencia al misterio de la luz. Es bonito que la nota final de estos días sea precisamente esta, la luz. Como bien sabe el lector, la Semana Santa culmina con la Pascua, cuya celebración por antonomasia, la Vigilia Pascual, destaca por la llamada liturgia de la luz. He ido con mi madre a las celebraciones en la basílica de Santa Maria Maggiore, por recomendación de mi amigo Andrés, el pirata. Ciertamente, es un lugar maravilloso para vivir la celebración de la Semana Santa, pues todo contribuye a sumergirte en los misterios que allí se celebran: la belleza del lugar, el coro de gran calidad, los elegantes ornamentos y vestiduras litúrgicas, la pausa con la que se hace todo, etc. Allí uno se da cuenta de que en el momento en que el celebrante dice "El Señor esté con vosotros", el tiempo de este mundo se para e inicia un tiempo distinto, que no es de aquí abajo. Es impresionante ver la basílica entera a oscuras, solamente iluminada por la tenue luz de las velas que la gente va encendiendo, y, cuando empieza el canto del Gloria, las luces se encienden de golpe y las campanas repican. Irrumpe el misterio de la luz.

Santa Maria Maggiore, instantes antes de comenzar el Jueves Santo.

La luz fue también la protagonista de un paseo que di con mi amigo Marcial hace unos días. Íbamos a cenar a un pub irlandés, como conté en la anterior crónica, y de repente él vio en un cruce de calles cómo empezaba a atardecer. "¡Vamos allá arriba!", me dijo señalando el mirador de Trinità dei Monti, y allá subimos a prisa, para contemplar con detenimiento un atardecer majestuoso, donde los tonos amarillos daban paso al naranja, y este a los matices rojos y violetas. Una pareja de jóvenes se me acercó y me preguntó si les podía hacer unas fotos frente al tramonto, como se dice en italiano. Yo accedí encantado, y tan pronto tuve su móvil en mis manos, los amantes empezaron a darse un beso kilométrico, como el de Cary Grant e Ingrid Bergman en la película Encadenados. Yo intentaba cumplir con mi tarea de fotógrafo, y he de decir que se me saltó alguna lágrima, porque aquellos dos jovenzuelos no se estaban morreando de mala manera, sino de una manera limpia, o eso me pareció, digna del atardecer romano que enmarcaba la escena.

Las glicinias de mi casa, hoy por la mañana.

Concluyo estas líneas con la referencia a algunos encuentros de los últimos días. Me dio mucha alegría sentarme a comer con mi amigo Álvaro el lunes pasado, mientras disfrutábamos de una rica comida en la Trattoria Grano, junto al Gesú. El jueves cené con mi madre en otra trattoria bastante recomendable, Gli Angeletti, cercana al Mercado de Trajano, y el sábado comimos ella y yo con Carlos y Juan, dos amigos sacerdotes que viven en Madrid. Finalmente, el domingo hice un último homenaje al ya mítico —mítico para mí, al menos— Caffè Perù, en la Via Monserrato, e invite allí a comer a mi amigo Andrés, el cinéfilo cafetero, y a mi madre; resultó un encuentro de lo más grato, con una conversación que podría haberse prolongado por largo tiempo. Algo parecido me ocurrió un rato después, pues fui con mi madre y Marcial a tomar un chocolate caliente a una cafetería cuyo nombre no recuerdo, y que parecía sacada de una novela de Stefan Zweig, como si hubiesen rebobinado el tiempo cien años, o algo así. Por último, el día de ayer, domingo de Pascua, concluyó con una cena en mi casa, con Germán y José Miguel, mi madre, y algunos vecinos, entre ellos Fabricio, que hoy ha recibido el bautismo en la Iglesia con cuarenta y tantos años. Casi nada. Al terminar la cena, Germán me dejó las llaves de su coche y le acerqué a mi madre a su alojamiento en la Piazza Farnese, la casa de la Brígidas. Me gustó conducir de vuelta por aquellas calles que he pateado tanto durante estas semanas, pero de noche y en silencio. Me recordó a lo que la protagonista de Lady Bird le decía por teléfono a su madre en la escena final de tan estupenda película: "Mamá, ¿te emocionaste la primera vez que condujiste por Sacramento? Yo sí". ¿Y tú? ¿Te emocionaste la primera vez que condujiste de noche por Roma? Yo sí, me emocioné, y le di gracias a Dios haberme traído a Roma estos dos meses, tan luminosos y alegres.

Santa Maria Maggiore, la noche de la Vigilia Pascual.

Mi última visita al Caffè Perú.

San Pedro ayer por la tarde.

De derecha a izquierda, Marcial, yo y mi madre.

jueves, 28 de marzo de 2024

Recapitular todas las cosas

En una de sus cartas, san Pablo dice que la voluntad de Dios es recapitular todas las cosas en Cristo. Una frase enigmática, al menos para mí. Hace un tiempo, un profesor me explicó que el verbo original griego, que se ha traducido como recapitular, quiere decir enrollar un papel, pensemos en un viejo pergamino, en torno a un palitroque de madera; como si Cristo fuese algo así como el nervio escondido del mundo. Cuento este excurso teológico porque me ha venido a la cabeza últimamente, pues se acerca el final de mi estancia romana. Así, en estos días que me quedan en Roma veo la ocasión de recapitular todas las cosas, de ponerlas en la balanza para después guardarlas en el almario, como diría el escritor José Jiménez Lozano.

Pintura en las excavaciones de San Clemente.

La primera recapitulación tiene que ver con el motivo principal de mi estancia, la universidad. Algunos lectores han llegado a pensar, así me lo han dicho, que en estas semanas no he dado un palo al agua, por así decir, que no he tocado un libro. Es lo que dan a entender la mayoría de estas crónicas, donde apenas menciono mis tareas académicas. Pero no es del todo así, pues he logrado avanzar con la escritura de un libro de estética que tengo entre manos. Algunos días he trabajado en la Biblioteca Hertziana, que mencioné hace unas semanas, pero la mayor parte del tiempo lo he pasado en la Biblioteca de la PUSC, en la Piazza Farnese, donde tenía un acogedor despacho donde poder leer y escribir en silencio, y donde acumular los libros con los que estaba trabajando. Mi rutina en la Biblioteca ha llegado a darme una feliz ilusión de eternidad, como si fuese a durar para siempre. Esta rutina incluía, cómo no, tomar un café por la mañana con Quique u otros profesores, comer en el Caffè Perù tras lograr entenderme con la camarera en mi primitivo italiano, rezar en el hermoso oratorio de madera anejo a la Biblioteca y, en ocasiones, enchufarme una buena película para coronar la semana. A lo largo de este tiempo he visto títulos tan interesantes como Vidas pasadas, Mass, La zona de interés, Return to Dust, Sala de profesores, In the Mood for Love o The Holdovers.

Mi lugar de trabajo en la Biblioteca de la PUSC.

Recapitular todas las cosas es, también, despedirme de las personas que me han acompañado estas semanas. Pienso que despedirse conlleva reconocer que alguien ha formado parte de mi camino y esperar que, de algún modo, va a seguir estando ahí. El martes pasado fui a Ripagrande, el centro del Opus Dei al que he acudido estas semanas, para participar en un pequeño retiro de Semana Santa y, sobre todo, para despedirme de algunas personas queridas que me han ayudado en esta temporada, como Piero, Roberto o Javier. Ripagrande ha sido uno de los lugares donde he podido aprender más italiano, pues todos hablan en ese idioma; esto me ha forzado a entenderles y hacerme entender, hablando como los indios de las películas de Sergio Leone, aunque no llevase plumas ni pintura de guerra. Hace una semana también pude cenar con Andrés en el restaurante Mattarello, donde continuamos nuestra conversación, entre Aristóteles y el cine, y ayer tomé una sabrosa cheeseburger con una pinta de cerveza en un Irish Pub cercano a Il Gesú con Marcial, un gran artista. En aquel reducto anglosajón, donde ni siquiera el camarero hablaba italiano, estuvimos a punto de salir en la foto que se hacían entre risas unas achispadas viejecillas irlandesas, dignas de figurar en una película de John Ford.

Tomando una rica cena con Marcial en un Irish Pub de Roma.

Además, estos últimos días he tenido la suerte de pasar tiempo con algunos amigos de Madrid que han venido a la ciudad eterna para vivir la Semana Santa. Uno de ellos, Pedro, ha sido lector asiduo de estas crónicas y le hacía ilusión formar parte de ellas. En este grupo también estaba Álvaro, un chico de Madrid a quien tuve como alumno de la asignatura de estética hace más de cinco años, y con el que me une una amistad que se ha ido trabando con el paso del tiempo. Sin entrar en asuntos personales, sólo diré que no salgo de mi asombro al ver que una persona que hace años no tenía fe ha venido a Roma para participar en la celebración de la Pascua. Con él estuve el domingo pasado, Domingo de Ramos, en la Misa presidida por el Papa en la plaza de San Pedro. Todos los caminos llevan a Roma, como dice el refrán. La Semana Santa congrega en esta ciudad a todo tipo de personas, y aquella mañana de domingo en San Pedro me encontré con Gaspar, un viejo amigo chileno, sacerdote, que vive en Alemania. Con él pude cenar el lunes pasado, en la pizzería Da Michele, y nos pusimos al día mientras nos tomábamos el pelo sobre nuestras vidas achacosas.

Mis amigos de Madrid en el Palazzo Barberini.

Recapitular en Cristo todas las cosas, escribía san Pablo. Recuerdo que mi primer día en Roma, lunes de finales de enero, fui a Misa por la mañana en la Basílica de San Pedro y después pasé un rato largo rezando en la capilla de la adoración eucarística. Llegaba a Roma un poco derrengado, y le pedí a Dios que me diera fuerzas y alegría en lo que estaba por venir. Hace pocos días, el sábado pasado, volví a San Pedro con mis amigos de Madrid, y de pronto me sorprendí arrodillado en aquel mismo lugar. Fue entonces cuando uní en mi imaginación aquellos dos momentos, y me acordé de la frase de san Pablo sobre Cristo; seguramente, pensé, él ha estado siempre ahí durante esta temporada romana, como el nervio escondido de todas las cosas.

En la plaza de San Pedro, el Domingo de Ramos.

Trinità dei Monti, ayer al atardecer.

martes, 19 de marzo de 2024

Buscaba la gran belleza

Una tarde de primavera, un periodista de la alta sociedad romana, un juerguista llamado Jep, está en la terraza de su casa con sor María, una anciana monja llena de arrugas. Ella le pregunta por qué nunca escribió más libros después de aquella novela, y él le responde con pena: "Buscaba la gran belleza, pero no la he encontrado". El lector cinéfilo situará en su cabeza esta escena de La gran belleza, que me sirve como introducción a estas líneas. Podría decirse que el asunto de la belleza es un hilo conductor de mis días en Roma, pero esta última semana ha estado más presente si cabe.

Buscaba la gran belleza. Foto de Marcial Núñez.

El domingo pasado me uní, junto con mis amigos Marcial y Andrés, a una larga caminata en homenaje a la película citada, dirigida por Paolo Sorrentino. Resulta que Marcial —a quien conocí durante mis primeros días en Roma, en la comida posterior a la defensa de tesis del otro Andrés, el pirata— es un forofo de esta película, y hace un par de semanas me propuso hacer juntos una passeggiata que recorriera algunos de los lugares más emblemáticos que aparecen en sus escenas. Esta ocurrencia, que cualquier otro hubiera considerado como algo raro o friki, me pareció muy atractiva, y días después Marcial animó a Andrés a que se nos uniera. Dicho y hecho, nos reunimos el domingo por la mañana, con ropa de deporte, y empezamos nuestro recorrido: Villa Giulia, Villa Borghese, Via Veneto, Palazzo Barberini, el Coliseo y alrededores, y, por último, la colina del Aventino, donde nos detuvimos a comer en modo picnic (jamón, queso, pan, cerveza y chocolate negro, qué más se puede pedir) en el precioso Giardino degli Aranci, un pequeño parque lleno de naranjos que limita con la iglesia de Santa Sabina y tiene una de las vistas más espectaculares de Roma.

De derecha a izquierda: Marcial, Andrés y yo en el picnic.

Fue una caminata en toda regla, de unos veinte kilómetros, creo. Durante nuestras sucesivas paradas íbamos comentando escenas de la película, a veces viéndolas en el móvil, al tiempo que nos lanzábamos unos a otros reflexiones sobre nuestras vidas, sobre lecturas recientes o qué sé yo. La conversación se iba trabando a partir de estos mimbres, y de cuando en cuando era interrumpida por alguna visión que se nos descubría en un callejón, tras una esquina o al bajar una cuesta. Un tema recurrente fue cómo crecer en libertad en nuestras propias vidas, unido a cómo vivir con más pausa, con un estilo contemplativo que nos ayude a estar abiertos a las cosas. Suena a fumada, pero tal vez no lo sea tanto. Pienso que la experiencia de la belleza —ya sea un paisaje, una obra de arte o simplemente la luz del sol— es algo que nos va cambiando por dentro, sin que nos demos cuenta, y nos prepara para disfrutar de las cosas buenas. Cuando parecía que el paseo había concluido, y casi habíamos llegado a la Piazza del Popolo, Marcial nos detuvo, "¡Mirad!". Nos dimos la vuelta, y ahí estaba: la cúpula de una iglesia, rodeada de cipreses, coloreada por la luz naranja del ocaso.

Una cúpula barroca al atardecer. Foto de Marcial Núñez.

Otra experiencia memorable de la semana fue la visita del día anterior, sábado, a la Centrale Montemartini, por recomendación de mi tía Icíar. Se trata de un museo de escultura antigua ubicado a las afueras de la ciudad, en la Via Ostiense, dependiente de los Museos Capitolinos. El espacio es una fábrica termoeléctrica de hace más de cien años convertida en museo, de modo que las estatuas de mármol conviven con manivelas, depósitos, cañerías, relojes y ruedas de la vieja fábrica. Creo que el contraste funciona, e incluso realza las formas de las estatuas. Las hermosas figuras de Afrodita, Apolo, Dioniso, Asclepio, Marsias y otros personajes mitológicos revelan su perennidad frente a los engranajes de una época industrial, pasajera. No es un museo muy conocido, por lo que no había demasiada gente y pude pasear por él con toda calma. Era de noche cuando cerraron, y decidí recorrer unos cientos de metros de la misma calle para visitar el restaurante Al Biondo Tevere, donde acudía con frecuencia a cenar el cineasta Pier Paolo Pasolini. Fue allí donde cenó una noche de noviembre de 1975, antes de ir hacia la playa de Ostia y ser asesinado por unos matones. Qué menos que rezar un avemaría por su alma, pensé, y así lo hice.

Estatua de Dioniso junto a la cristalera de la fábrica.

Jep decía en la película que no había encontrado la gran belleza; su interlocutora, sor María, parece que sí. "¿Sabe por qué sólo como raíces?", le pregunta la anciana a su acompañante, y continúa: "Porque las raíces son importantes". En nuestro picnic en el Giardino degli Aranci, Marcial, Andrés y yo estuvimos dándole vueltas a esta frase, y hablamos de cómo regresar a los lugares de donde venimos —Paraguay, el Puerto de Santa María y Las Arenas, respectivamente— nos ha ayudado a reconocer quiénes somos. Hoy martes, fiesta de san José, he vuelto a darle vueltas a la frase. Por la mañana me han invitado a la Misa celebrada por el Padre en la casa central del Opus Dei, Villa Tevere, y, tras pasar la mañana escribiendo algunas líneas en la biblioteca, he sido invitado allí a comer. Qué extraño sentirme en casa, pensaba, en un lugar tan lejos de mi casa, y que las personas con las que he estado en la Misa y más tarde en la comida me traten como a su hermano. Algunas raíces no se ven, pero están ahí, y son importantes.

El restaurante de Pasolini, Al Biondo Tevere.

Por las callejuelas de Roma. Foto de Andrés Jiménez.

lunes, 11 de marzo de 2024

Roma o morte!

En la colina del Gianicolo se erige una imponente estatua ecuestre de Giuseppe Garibaldi, considerado por algunos como el padre de la patria italiana, aunque su caballo le esté enseñando el trasero al Vaticano. A los pies de semejante mamotreto hay una inscripción: Roma o morte, es decir, Roma o muerte. Cuando el sábado pasado mi amigo Riccardo me llevó a ver la ciudad desde el Gianicolo y me topé con estas palabras, pensé que podrían ser un buen hilo conductor para esta crónica. Hay muchas maneras de traducir una frase a otro idioma, en parte porque traducir conlleva interpretar, adaptar las palabras al aquí y ahora. Por eso, pienso que la frase Roma o morte ha resonado en mis días de varias maneras.

La inscripción a los pies de Garibaldi

En primer lugar, cuando uno lee Roma o morte no puede menos que reírse y pensar en cómo les gusta el teatro a los italianos. Esto es verdad: en mis días aquí he visto esa teatralidad que me hace gracia y me atrae al mismo tiempo. Hace unos días, cuando entraba por la tarde a la biblioteca donde trabajo, Paolo el bedel, que es todo un personaje, me soltó: Bon combatimento contra il sonno!, ¡Buen combate contra el sueño! Otro día, cuando me disponía a salir de la biblioteca antes de que me dejaran encerrado en ella, me dijo, pensado que estaba haciendo el doctorado: La vita è più bella della tesi!, ¡La vida es más bella que la tesis! El teatro también se hizo presente un domingo en Ripagrande, la casa del Opus Dei a la que acudo, cuando el sacerdote Don Gianpiero empezó a dar palmadas y a golpear la mesa, pues se había ido encendiendo mientras predicaba y ya no podía contener sus brazos, tenía que golpearlos contra algo que no fueran los que estábamos en los bancos, algunos combatiendo contra el sueño. Esto sólo puede ocurrir en Italia, pensé. En el mismo lugar, Ripagrande, he conocido a Piero, que compatibiliza sus tareas como director de la casa con ocasionales escapadas a algunas plazas de la ciudad —la Piazza del Popolo y Castel Sant'Angelo, sobre todo— para tocar canciones en inglés con el ukelele, pues tiene un permiso del ayuntamiento para ello. Hace poco estuvo ensayando delante de mí la canción My Rifle, My Pony and Me, que Dean Martin canta en una escena antológica de Rio Bravo.

La fuente paola, también en el Gianicolo

Roma o morte podría ser asimismo el verso de un poema. Ciertamente, los italianos son tan teatreros como poetas, e incluso la vida cotidiana en Roma parece guiada por una especie de razón poética. Me hace mucha gracia caminar por la calle y encontrarme con grafitis que dicen cosas como mi perdo nei tuoi occhi, me pierdo en tus ojos; vivere e sorridere dei guai, vive y sonríe ante los problemas o still painted on my heart!, ¡aún sigues pintado en mi corazón! En España uno encontraría cosas como "Sánchez hijo de puta", "abajo el bipedismo" y cosas peores que no diré por consideración hacia el amable lector. Pero los romanos tienen alma de poetas, y eso se manifiesta hasta en los grafitis. Esta poesía también le sale a uno al paso un día cualquiera. El sábado pasado, por ejemplo, Riccardo me invitó a comer a su casa una pasta muy rica con vino bueno, que distribuye él mismo con su pequeña empresa, y estuve hablando un poco con su madre. Resulta que ella nació en Alejandría, hija de padres europeos de aquí y de allá, y con la llegada del presidente Nasser toda la familia tuvo que salir escopetada hacia Italia. Aquello me golpeó, era la poesía convertida en realidad, pues justamente hace unas semanas había terminado una novela (muy buena, por cierto) titulada Lejos de Egipto, que cuenta una historia casi idéntica.

Grafitis llenos de poesía

También podríamos traducir Roma o morte como vida o muerte, donde Roma sería lo primero, esto es, la vida. Y aquí hay mucho de verdad, al menos para mí, pues estas semanas en Roma me están sentando de maravilla, vamos; siento que Roma está resucitando al muerto que era. No quiero ponerme trágico, pero sí es verdad que llegué a Roma un poco agotado, con la cabeza para poner en remojo, después de un semestre intenso en mi Universidad y otros tantos avatares de la vida. En este sentido, doy gracias a Dios por darme esta temporada de vivir con más calma y disfrutar de encuentros con amigos, paseos, películas, comidas y lugares de gran belleza. En lo que atañe al cine, por ejemplo, hace unos días me enchufé en mi despacho de la biblioteca —algo que hago de vez en cuando, cierro las ventanas, apago la luz y... ¡acción!— una película china lenta pero muy bonita, titulada Return to Dust. Además, ayer domingo invité a mi casa a Andrés y Uxío, cinéfilos empedernidos, a hacer un cinefórum matutino con la película alemana La sala de profesores. A un buen cinefórum no le pueden faltar unas buenas cervezas frías, Peroni Gran Riserva Rossa en este caso. Otro rato de disfrutar tuvo lugar el viernes pasado, cuando terminé un capítulo más del libro que tengo entre manos, y, para celebrarlo, me fumé una pipa mientras paseaba por el Trastevere, y más tarde entré a rezar un rosario a la iglesia de Santa María Trastevere, cuyos mosaicos son de quitar el hipo.

Atardecer sobre Santa Maria del Trastevere

Roma o morte puede significar, finalmente, adáptate a Roma o muere. En este sentido hago lo que puedo. Como dije en una crónica anterior, hablo el italiano como los indios, aunque cada vez más como los indios del spaghetti western. Algo he mejorado. Es cierto que los italianos son personas muy agradecidas, y a poco que hagas un esfuerzo por chapurrear dos palabras te dicen Ma il tuo italiano è molto buono! No sé si molto buono, pero ir a Misa en italiano y encontrarme rodeado de personas que sólo hablan en ese idioma, como me ocurre cuando voy a Ripagrande, me ayuda bastante. Mi temeridad con el italiano llegó a límites insospechados ayer, domingo, cuando di una charla de formación cristiana en italiano durante un pequeño retiro que hicimos en Ripagrande por la tarde. Cuando, hace unos días, Javier preguntó quién podía impartir la charla del retiro, yo empecé a rumiar en mi cabeza esta posibilidad, y, poco después, le dije que contase conmigo. He de decir que Google Traductor ha sido mi aliado, pero también la caradura y las ganas de hacer un poco de teatro. Además, cuando uno habla de teología en italiano de pronto parece que está diciendo algo molto profondo e molto fondamentale. Cuando pasen los años, me decía Javier, podrás decir que diste una charla en italiano. Quién sabe, tal vez me hagan una estatua ecuestre, como a Garibaldi, con la misma inscripción: Roma o morte!

Comida con Riccardo

Más grafitis poéticos


lunes, 4 de marzo de 2024

Mi paisaje humano de Roma

Quisiera escribir unas líneas sobre mi pasaje humano de Roma. Cuando pensamos en una ciudad, más si es Roma, enseguida nos vienen a la imaginación los edificios, los grandes monumentos, los parques, el río Tíber. Sin embargo, una ciudad no adquiere valor para nosotros hasta que no la llenamos de un significado personal y, valga la redundancia, ese significado lo dan las personas que encontramos en ella. Que no se asuste el lector, temeroso de un inminente pedaleo filosófico; sólo quería introducir el asunto del que voy a hablar: algunas personas que he conocido durante las semanas que llevo en Roma, y que hacen que esta ciudad haya adquirido para mí un significado personal.

Una estatua decapitada en Villa Aldobrandini

En primer lugar están Germán y José Miguel, mis anfitriones en Roma. Ellos pertenecen, como yo, al Opus Dei, y esto hace que existiera un nexo común previo a cuando llegué a su casa, en el barrio del Parioli, hace ya más de un mes. Aunque he de reconocer que, siendo miembros de la misma familia espiritual, no nos parecemos más que en el blanco del ojo, como suele decirse. Tanto Germán como José Miguel vinieron a Roma a trabajar en oficios relacionados con la reparación y el mantenimiento de casas de la Obra en Roma, como Villa Tevere o Cavabianca. Así que, cuando yo les explico que he venido a Roma a trabajar en un par de bibliotecas para avanzar con la escritura de un libro de estética, me miran con expresión etrusca, con cara de núcleo, vamos, y siguen la conversación por otros derroteros. Asimismo, tanto uno como otro son gente sin doblez ni engaño, uno de un pueblo cercano a Vigo, el otro de la cuenca navarra; tienen un planteamiento sencillo de la vida, que en los desayunos más espléndidos se manifiesta en los huevos con chistorra, y, cuando llega la hora de cenar, en recetas sencillas con vino abundante (el agua es para que floten los barcos, creo que dirían al unísono). Este contraste de caracteres me lo pone difícil cuando he de elegir una película para ver un sábado por la noche. La primera vez, estaba yo solo con José Miguel, él me dijo que quería "una de helicópteros", y, la verdad, no sabía qué hacer. Pero la Providencia actúa y, hasta ahora, las dos películas que he elegido han tenido éxito: Todos los nombres de Dios y El duodécimo hombre, las dos con un argumento de supervivencia y mucha tensión.

Limones al atardecer en los jardines de Villa Giulia

Quique, profesor de la Pontificia Università della Santa Croce (PUSC), es otro imprescindible. Nos conocemos desde hace unos cuantos años, y me ha acogido con los brazos abiertos en la PUSC. Aunque es de origen valenciano, él lleva media vida en Roma, y a veces se le olvidan las palabras en español y las mezcla con el italiano. Con cierta frecuencia me escribe un mensaje por la mañana para tomar un café un poco antes de las 11 en el ya mencionado Caffè Perù. Allá estamos un rato en el que yo le cuento de mis avances con el libro de estética o él me habla de alguna película que ha visto recientemente. He de decir que, mientras yo me decanto por el cine europeo, independiente y un poco lento (café para muy cafeteros, diría un amigo mío), pienso que él se inclina por películas de hechura clásica, con un argumento claro, personajes redondos y ritmo ágil. El viernes pasado inauguramos un plan que espero se prolongue el tiempo que me queda en Roma: ir a ver por la tarde una película de estreno al Nuovo Olimpia, un pequeño cine que está no muy lejos de la Universidad. El título escogido fue La zona de interés, una inquietante película —con un uso brillante del lenguaje cinematográfico— sobre la vida doméstica de Rudolf Hoss, el comandante del campo de concentración de Auschwitz. Después de la película dimos un paseo, tomamos una pizza y más tarde un helado, pues la película nos había asombrado y teníamos mucho que comentar.

La estatua de Aleksandr Pushkin en Villa Borghese

Ernesto es otro compañero de aventuras académicas. Como conté en una crónica anterior, Ernesto y yo somos profesores en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, y los dos damos clase allí en el Grado en Filosofía, por lo que nos conocemos bien. Es una suerte poder tener a alguien como él en Roma, pues conoce la ciudad de maravilla, y, las veces que he quedado con él, me ha llevado a rincones poco conocidos para el turista medio, como pizzerías en callejones del Trastevere, parques medio escondidos, como la Villa Aldobrandini, o cuchitriles de poca monta donde te sirven un buen plato de pasta. "Luego no lo publiques por ahí", me dijo el sábado pasado, y yo me quedé callado. Ernesto no se anda con chiquitas, y cada semana va a cursos sobre diferentes temas en la Sapienza, la Gregoriana o el Angelicum. No me extraña que el otro día me dijera que estaba cansado y que no sabía cuánto tiempo más podría llevar ese ritmo. Será que los helados de Giolitti tienen propiedades benéficas, pues él me contó que siempre que podía iba a por uno de cioccolato fondente con mucha nata encima para mitigar los grumos especulativos que le aquejaban al concluir el día.

La buenaventura de Caravaggio, en los Museos Capitolinos

Concluyo esta crónica con Andrés, un inesperado compañero en mi estancia romana. Él supo de mi existencia por medio de un amigo común, también llamado Andrés (todo un pirata, a quien menciono en la primera de estas crónicas romanas), así que me escribió un mensaje para quedar un día y hablar. Enseguida nos dimos cuenta de que compartíamos muchos intereses —películas, libros, ideas— y eso ha dado pie a cenar juntos algún día, compartir un rato de tertulia con más personas el sábado pasado, visitar los fantásticos Museos Capitolinos, tomar una pizza... Y la conversación sigue, eso es lo mejor. He de decir que doy gracias a Dios por este inesperado amigo, pues me ha ayudado a redescubrir lo ilusionante que es compartir algo y hablar sobre ello. Me recuerda a lo que escribía C. S. Lewis en uno de sus ensayos: "Los amigos seguirán haciendo alguna cosa juntos, pero hay algo más interior, menos ampliamente compartido y menos fácil de definir; seguirán cazando, pero una presa inmaterial; seguirán colaborando, sí, pero en cierto trabajo que el mundo no advierte, o no lo advierte todavía; compañeros de camino, pero en un tipo de viaje diferente". Como es presumible, me dejo en el tintero a otras personas que pueblan mis días. Estos cuatro retratos sólo han sido un botón de muestra de mi paisaje humano de Roma.

Angelotes en las bóvedas de Villa Giulia

domingo, 25 de febrero de 2024

El hombre de Villa Tevere, el hombre de Cinecittà

"Decías, como Nietzsche, que sólo podrías creer en un Dios que supiera bailar", escribe una desmelenada Pilar Urbano al comienzo de El hombre de Villa Tevere, su entretenida biografía de san Josemaría Escrivá. Y continúa, "Pues, te aseguro que sabe: yo he conocido a un hombre que bailaba con Dios". Me encanta este arranque, creo que tiene mucha garra. Cuento esto porque el martes pasado yo fui por unas horas el hombre de Villa Tevere; Escrivá, como le llama Urbano, me cambió el papel, pues fui invitado a comer allí. La coartada no podía ser mejor: el martes era mi cumpleaños, y, como quien no quiere la cosa, le había preguntado a Don Mariano si podría saludar al prelado del Opus  Dei —le llamamos el Padre en la Obra— en algún momento. Vente a comer, me respondió él, así que dicho y hecho. Me presenté más o menos formal, con alguna mancha de café en los pantalones, y Andrew me condujo al comedor de la casa, donde comí con algunos de los que viven allí. Estaba sorprendido de tener a mi izquierda a Don Fernando, un sacerdote de... ¡101 años!, que me hacía bromas sobre mis orígenes bilbaínos. Las señoras de la Obra que trabajan en la casa, la Administración, me habían preparado un postre de primera: un barquillo gigante lleno de helado de mantecado (que es el helado auténtico, lo saben quienes han probado el de Aberasturi, en Las Arenas). Las luces se apagaron, mis anfitriones cantaron como pudieron el Happy Birthday, y apareció el postre con dos velitas, que soplé pidiéndole a Dios lo mismo que le pido todos los años.

Los hombres de Villa Tevere

Terminamos de comer, y fuimos a la sala de estar, donde me esperaba el Padre para darme un abrazo. Nos sentamos en los sofás, y comenzó una tertulia en la que yo le contaba cosas al Padre sobre mi trabajo como profesor en la universidad, sobre Ceah, el club de universitarios donde echo una mano en Madrid, y sobre el libro que escribí hace un tiempo, El silencio de Dios en el cine. El Padre me escuchaba con una sonrisa —es un hombre de pocas palabras— y de vez en cuando entrecerraba los ojos y asentía con la cabeza. Ciertamente, la cuestión de Dios en el cine puede ser un potente somnífero. De pronto, el Padre dijo: "Bueno, pues vámonos", así que nos levantamos y comenzamos a salir del salón. Pero, antes de que se fuera, le pedí que nos sacáramos una foto juntos, y que me firmara una estampa de la Virgen para dársela a Don Luis Augusto, un sacerdote que vive cerca de mi casa, de casi 90 años, que conoce al Padre de sus años mozos, y de quien soy amigo. Al terminar, Andrew me hizo un pequeño tour por algunas zonas de la casa, en especial por algunos oratorios. Cuando veo el arte decorativo de Villa Tevere siempre tengo sentimientos encontrados: por un lado, pienso que todo es un gran pastiche, una copia de una copia, realizada con un gusto cuestionable; pero, por otro lado, pienso en el cariño y la generosidad con que está hecho todo. Supongo que lo segundo compensa lo primero.

Un barquillo gigante con helado de mantecado

Los festejos de mi cumple se han alargado, de un modo u otro, durante los días siguientes. El miércoles Chema, un amigo que trabaja en la PUSC, me propuso tomar unas pizze al taglio con unas cervezas Messina —es decir, de buena calidad— en la terraza de la Universidad, que tiene unas espléndidas vistas de Roma. Allí nos sentamos, y hablamos sobre muchas cosas, la situación de la Iglesia entre ellas, mientras veíamos a no mucha distancia la fachada de San Pedro. Al día siguiente, jueves, fui a cenar a Ripagrande, la casa de la Obra donde acudo aquí en Roma, y saboreamos unos ravioli y una tarta helada, bastante rica. Todos estos gestos me hacen darme cuenta de que la Obra es realmente una familia en la que unos cuidan de otros. Cuento algo más a este respecto: el viernes no había quedado con nadie a comer, así que me senté solo en una mesa de la cantina de la PUSC. Se me acercó inesperadamente Don Luis, antiguo rector de esta Universidad. "¿Te importa que me siente contigo?", me preguntó. Fue una comida de lo más grata, donde el sabio profesor se interesó por mí y por mi trabajo durante estas semanas. Hace unos años tuve un encontronazo con este profesor, unas palabras algo directas que yo le espeté; pero no sé si él se acordaba, y, en cualquier caso, me desarmó con su amable cercanía.

La entrada de los estudios Cinecittà

Si san Josemaría Escrivá es el hombre de Villa Tevere, Federico Fellini es el hombre de Cinecittà, los estudios de cine que están a las afueras de Roma, cerca de la Via Tuscolana. Ayer, sábado, había decidido ir de excursión a Cinecittà; de repente me di cuenta de que ese día era el cumpleaños de mi padre, que falleció hace poco más de tres años. Qué mejor manera de darle un homenaje, pensé, pues mi padre era un apasionado del cine, y, no me cabe duda, Fellini era su director favorito. Cogí el metro hasta los estudios de cine, y me acordé del comienzo de la alocada película Intervista, en la que un joven personaje que figura ser Fellini viaja por primera vez en un tranvía, el tranvetto, a la ciudad del cine. He de decir que me lo pasé muy bien: vi los vestuarios utilizados en los grandes peplum, escenas de películas míticas, el interior de un submarino de la segunda guerra mundial, los edificios recreados de la Antigua Roma y el exterior del Estudio 5, donde Fellini rodó muchas de sus películas —la Via Veneto de La dolce vita se hizo allí— y donde, después de fallecer, quiso que fuera velado su cuerpo. Al terminar el día, sentado en el tren, me preguntaba quién era el hombre de Cinecittà, si Fellini, yo o mi padre. No lo sé. Los dos me habían acompañado mientras paseaba por la ciudad de los sueños.

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El vestuario a Richard Burton en Cleopatra

Placa en homenaje a Fellini en el Estudio 5

El estudio 5 de Cinecittà

La recreación de la Roma imperial

Federico Fellini se baja del coche

sábado, 17 de febrero de 2024

Roma al caer la tarde

Es sábado y atardece. He venido al gran parque de Villa Borghese a escribir estas líneas mientras cae el sol, y los turistas se agolpan en los miradores para ver el panorama de Roma a la luz naranja del ocaso, esa que le gusta tanto al cineasta Terrence Malick; algunos incluso aprovechan el momento justo en que el sol se oculta tras el Vaticano para prometerse amor eterno mientras el resto de la gente aplaude. Todo un poco hortera, pero es muy comprensible. Hace unos días estaba en unas cervezas de mediodía con un grupo de profesores de la PUSC; al contarle a uno de ellos, Ralf, que estaba aquí escribiendo un libro de estética, me dijo que Roma era ante todo un asunto estético, que la gente viene a Roma por su atractivo estético. Así es, y seguramente yo soy uno de esos que, como Jep en La gran belleza, camina por Roma buscando ese no sé qué. Ya me perdonará el lector si he empezado estas líneas con un tono pedante, pero esta semana la cosa va de arte y belleza.

Roma al atardecer, desde Villa Borghese

La cosa empezó en Galilea, dicen las malas traducciones de los evangelios. Bueno, pues la cosa empezó el sábado pasado, cuando quedé con mi amigo Ernesto, profesor de mi Universidad en Madrid, para visitar el Palazzo Altemps, que alberga un espléndido museo de arte antiguo. Posiblemente era el mejor plan para esa tarde, pues una lluvia torrencial, que me dejó hecho una sopa al volver luego a casa, caía sobre la ciudad eterna. Mientras veíamos esculturas tan alucinantes como el gálata suicida o el trono Ludovisi hablábamos de esto y de aquello, de nuestros avances estudiosos de aquellos días y de la próxima visita de Gema, su mujer. Nos despedimos junto a la iglesia de San Agustín, pues él está viviendo en la casa de hospedaje de los padres agustinos, y yo me adentré en el torrente de agua que me llevaría a casa. En mi cabeza estaban las imágenes de aquellas esculturas, tan perfectas. ¿Qué verían los griegos en la anatomía humana? Tal vez veían lo que decía Platón en su diálogo Fedro: lo más deslumbrante y lo más amable.

Ludovisi
El trono Ludovisi, en el Palazzo Altemps

Siguiendo con el arte, fue también mi nuevo amigo Ralf, y semanas antes mi tía Icíar, quien me ánimo a ir a la Biblioteca Hertziana, la mejor de la ciudad para todo lo que está relacionado con el arte, de un modo u otro. Me encaminé hacia allá el miércoles por la mañana, atravesando con mi bicicleta la Villa Borghese, radiante por la mañana; pues dicha biblioteca está próxima al parque, justo a la izquierda de la iglesia de Trinità dei Monti, pasada la Villa Medici. Nada más entrar por la alucinante entrada, que es una boca gigante, le pregunté al conserje en mi descalabrado italiano —digamos que hablo el italiano como los indios— qué papeles tenía que presentar para obtener el carné de la biblioteca, la llamada tessera. Se trataba de varios documentos, que sólo tenía que imprimir desde mi ordenador, y de una foto de carné. Para esto último fui al fotomatón del metro de Piazza di Spagna e hice lo que pude, pues la banqueta de rosca no bajaba más y mi cara no terminaba de encajar en el óvalo de la pantalla. Caminata para arriba y para abajo, buena penitencia para el miércoles de ceniza que era, y finalmente llegué de nuevo a la biblioteca con todos los documentos en orden. Me sentí como un investigador de los años 30, un Stefan Zweig o algo así, pues una chica alemana muy simpática grapó mi foto a un rectángulo de cartulina, escribió mis datos a mano sobre ella y la selló con tinta roja. "It's a very old fashioned card", le dije en inglés. "Ojalá más cosas fueran old fashioned", me respondió con una sonrisa.

La entrada de la Biblioteca Hertziana

Al día siguiente fui a la Hertziana a pasar el día, y ciertamente no me defraudó. "Si vas allí, no querrás volver a la Biblioteca de la PUSC", me había advertido Ralf. En parte fue así, pues se trata de una biblioteca inmensa, donde puedes buscar por ti mismo y coger el libro que buscas, para comprobar con pasmo que junto a él hay otros tantos libros relacionados. ¡Ay, la concupiscencia intelectual! Creo que a san Juan se le olvidó incluirla en su primera carta. Ese mismo día caí en la otra gran concupiscencia que asalta al huésped de Roma: la concupiscencia de la pasta. Quedé a cenar con Andrés, un andaluz muy salao —del Puerto de Santa María— que vive en Villa Tevere, la sede central del Opus Dei, pues le apasiona el cine tanto o más que a mí y quería hablar conmigo. Me llevó a Mattarello, un cuchitril donde hacen pasta casera muy rica, cercano a su casa, en el barrio del Parioli. Hablamos de cine y otras cosas hasta que se nos hizo tarde, y nos despedimos con la ilusión de un próximo reencuentro. Gracias a él (y a Quique, que me pasó el archivo) vi ayer la película coreana Vidas pasadas; una maravilla, muy recomendable.

La Biblioteca Hertziana por dentro

Sigo sentado en Villa Borghese, el sol se ha ido ya a dormir —"peor para el sol", dice la canción de Sabina— y un músico repeinado y con gafas de sol toca en su teclado melodías románticas para animar a las parejas a darse un último abrazo o sacar ese anillo de piruleta que esperaba el momento oportuno. Roma es un asunto estético, no lo olvidemos.

El gálata suicida, en el Palazzo Altemps

El carné a la antigua usanza